10. La Real Academia

 

 

Pasada la guerra, yo ya resido en Madrid, ya tengo mi cátedra en el Instituto Beatriz Galindo, donde continuaré hasta mi jubilación. Yo me dedico entonces aparte de la cátedra, a menudear todo lo que puedo mis conferencias, unas veces literarias o poéticas y otras veces, conferencias-concierto, tocando el piano, con objeto de ir rellenando agujeros del presupuesto, porque los años eran entonces muy duros y la retribución de los catedráticos, como en general la de todos los funcionarios, era mínima.

Así fueron pasando los años. Yo fui publicando también mi obra y aunque seguía produciendo con mucha fecundidad, los libros iban saliendo con mucho retraso. Pero, en fin, tuve suerte porque se apreciaron mucho y un buen día estábamos en uno de estos restaurantes populares, en una comida taurina de homenaje a Bienvenida, si no recuerdo mal, o a algún otro torero, cuando uno de mis más íntimos amigos al verme llegar me dio la enhorabuena. Yo le pregunté por qué me la daba y me dijo que era académico de la Real Academia Española, que en la última junta habían tomado la decisión de presentar una única candidatura, la mía.

Yo no sabía nada, ni había hecho ningún movimiento por ser académico. El único que me había indicado una vez, viniendo juntos en coche-cama desde Murcia a Madrid, donde habíamos participado en un homenaje a Alfonso X el Sabio, fue Marquina. Me dijo: «Bueno, espero que pronto le tendremos con nosotros en la Academia, usted tiene que entrar». Yo le respondí que si me elegían, encantado, pero que yo no sabía si me lo merecía o no lo merecía. Fue la última vez que vi a Marquina antes de su muerte, luego se marchó y poco tiempo después asistí a su entierro. Luego, académicos me confirmaron que me iban a elegir. Luego, Emilio García Gómez me recomendó que me retirara de un premio que daba Fastenrath, al cual me había presentado, porque estando mi candidatura en juego para el ingreso en la Academia, iba a causar mal efecto el ver mi nombre entre los concursantes al premio. Este era el año 1947. Al discurso de Recepción me contestó don Narciso Alonso Cortés. El reglamento académico ordena que sea la Academia quien designe al académico que tiene que contestar; pero la costumbre es que se consulte con el nuevo académico, quién prefiere él que le conteste. Esto lo hicieron también conmigo y yo dije que quien me debería contestar era mi maestro de Santander, don Narciso Alonso Cortés.